Este es el aspecto que tiene mi habitación justo ahora. La maleta tirada en el suelo, desnuda, implorante aún. El armario abierto de par en par. En mi cabeza, una lista imposible con cosas que no debo olvidar: algunas básicas, otras no tanto, tan importantes todas. Pero sobre todo, muchas promesas; promesas que se abren paso a trompicones entre recuerdos olvidados, casi dormidos en lucha por escapar de esa memoria que todavía sabe a despertador y a costumbre.
Yo no soy Joan Didion, aquella periodista que según cuentan, tenía una lista pegada con un celo en su nevera con todo lo indispensable que debía ocupar su maleta en caso de tener que cubrir una urgencia imprevista. Ni soy Emily Hahn, a la que bastaba un paquete de cigarrillos y su barra de labios para convertir en realidad las aventuras de su cabeza. Lo mío es pura improvisación dentro del caos, locura, surrealismo de alcoba.
La ropa amontonada sobre la cama, en lucha consigo misma y conmigo, disputándose una preferencia que ni yo misma soy capaz de darle, indecisa como soy. Camisetas que han vivido otras historias, que han compartido momentos de playa y luz. Sandalias que han bailado a Negramaro en noches de luna. Vestidos que revolotean buscando nuevas caricias entre mojitos y terrazas de agosto. Segundas oportunidades para pañuelos que simulan ser pájaros de colores escapados del ropero de Sonia Delaunay. Y muchos libros.
¿Qué tendrán las vacaciones que nos lanzamos de cabeza con la idea fija de convertir en magia la grisura de tanta rutina?
Ay amigos, en unos días os lo cuento.
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Foto: Tim Walker
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Soñando Con Maletas 
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