Un empujoncito.

Que queréis que os diga: estos días navideños en los que la felicidad parece una asignatura de obligado cumplimiento, servidora ha tenido que darle un empujoncito a eso de ser feliz refugiándose en alegres películas animosas, de esas con moralina y escondiéndome también en lecturas trascendentes. Sí, leéis bien, trascendentes… Con toda esta carga de distracciones, he intentado mantener el coco ocupado, porque ni Papá Noel, ni el simpático «Amigo invisible» y, ni mucho menos, los cansinos niños de San Ildefonso, conseguían levantarme el ánimo. Tampoco los villancicos -ni siquiera los deliciosamente interpretados por mis sobris-, ni las compras han servido para nada. Supongo que sellar el paro justo el día después de Navidad ayuda poco, no? Las mismas caras de resignación de siempre esperando a que abran la Oficina de «Desempleo», para que te pongan el maldito sello y así hasta dentro de otros tres meses. Como una ridícula rutina inútil. No le deseo el mal a nadie pero no me importaría ver a la Consejera Delegada de la que fue mi empresa en la cola del paro y peleándose en procesos de selección con el único premio de trabajar 12 horas al día y ganar 14,000 euros al año…como todo hijo de vecino. No sé si su último Chanel aguantaría tamaña afrenta pero seguro, segurísimo, que ella misma no. Pero eso da igual, lo que está claro es que no caerá esa breva, no.

 

Y volviendo a lo de la «felicidad obligatoria», esa que es como si te la dictara un TomTom con enérgico acento alemán, me da hasta rabia no alcanzarla. Me gustaría estar dando botes, comiendo turrón, polvorones y roscón de Reyes con una sonrisa contagiosa de oreja a oreja… Pero no. Ya veis, yo aquí pensando en la Consejera Delegada, manda cojones, que además, rima con turrones… Así que si Dios no lo remedia, me veo sumergiéndome en el nuevo año con esta cara, mezcla de pena, saudade y circunstancia, que además, lo que es peor, amenaza con convertirse ya en mi expresión crónica. Y no sería bueno para mi espíritu, desde luego. Ya sabéis, la cara, el espejo del alma y todo eso…

 

¿Habéis visto la película francesa «Amélie»? Bueno, creo que a estas alturas sería mejor preguntar quién no la ha visto. Pues bien, ésta ha sido una de esas películas en las que estos días he buscado esa especie de despertar del que os hablaba. En su día lo consiguió, lo recuerdo bien, salí del cine como en una burbuja, feliz, porque yo soy de las que se mimetizan tanto con los personajes de una película que salgo del cine con cara de «sospechosa» si la peli es de intriga o con cara de Winona Ryder si la cosa va de escritoras noveles y, como en esta, con cara de alegría edulcorada convencida de que la vida puede ser maravillosa y dulce y asombrosa, tanto como un caramelo de fresa.

 

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Amélie Poulain es el vivo ejemplo de que se puede ser feliz con poco. Ella es feliz metiendo su mano en un saco lleno de garbanzos aprovechando la distracción del tendero, disfruta en la sala oscura de un cine, mirando hacía atrás, observando la cara ensimismada de los espectadores, mientras ella se dirige a cámara con una sonrisa enorme. Y sobre todo, sobre todo, disfruta con los detalles que nadie más que ella ve, aunque están ahí, a la vista de todos nosotros, esperando sólo a ser descubiertos. Amélie es la personificación de los pequeños placeres, esos por los que tantas veces pasamos por alto de tan evidentes que son y que sin embargo, tan poco de insignificantes tienen.

 

La verdad es que yo lo he intentado todo, he puesto de mi parte como si fuera una alumna aventajada de la vida, he intentado sentirme bien oliendo una flor o un Número 5, oyendo cantar a un ruiseñor o a Camarón, leyendo en las hojas del suelo del otoño o entre las páginas de Flannery O´Connor… pero nada. Y encima te cabreas contigo misma por no ser capaz de conseguirlo. La teoría está muy bien, claro, como suele pasar, pero ¿y la práctica? Ser feliz con poco, con apenas nada, con sólo detalles, es más difícil que montar una de esas inacabables estanterías de Ikea…  Si esa es la clave, está visto que conmigo no funciona. Quien dijo que la felicidad es lo más parecido a una manta que se nos queda corta llevaba toda la razón, tan corta nos queda que cuando intentamos cubrirnos las orejas al poco sentimos cómo los pies nos quedan al descubierto, fríos. Nunca estamos del todo resguardados, cobijados, del todo calentitos… como tampoco estamos nunca del todo felices.

 

Estos días pasados entrevistaban a Asunción Balaguer en una revista y le preguntaban por el truco de la felicidad. Ella respondía que con ´amor` todo se consigue. Yo misma, experta en ahogarme en minúsculos vasos de agua, me he sentido plenamente identificada y es que, querer a alguien es el tramo más corto que hay hasta la felicidad. El amor todo lo puede, se suele decir y aunque no crea que sea la solución definitiva, mirar al frente siempre ayuda a encontrar ese «amor». El futuro no existe, es sólo un sueño, el pasado tampoco, sólo resiste en el recuerdo y poco bueno o nada hay en él… Sin embargo el presente… ¡Sí!… El presente sí es un regalo maravilloso, por eso, tal vez, se llame así, «presente».

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Foto: Audrey Tautou en la película Amèlie



Categorías:Futuro, Pensamientos

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1 respuesta

  1. La felicidad no existe; solo existen los momentos felices. Identifícalos y aprovéchalos porque son breves y frágiles.
    Además, debemos aprender a ser más amables con nosotros mismos y no cabrearnos por estar estar cabreados. Esto está en el guión de la vida, y como todo en ella, acaba pasando. No le des más importancia. Eso sí, no te instales en la amargura permanente porque entonces será insoportable para ti y los que te rodean. Te mando el empujoncito necesario : )
    PS. Entiendo, comparto y me identifico mucho con lo escrito. Lo sufro igualmente.

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