Una de las pocas consecuencias positivas de estar sin trabajo es el mucho tiempo libre del que se dispone. Aunque a veces, claro, esto puede ser un arma de doble filo: ya se sabe que la ociosidad invita a la mente a divagar por extraños caminos. Imagino que a estas alturas ya sabréis que lo que los expertos aconsejan es seguir, férreamente, una rutina. Levantarse temprano, casi siempre a la misma hora, hacer algo de deporte con el que tener «mens sana in corpore sano» y también, apuntarte a algún curso, algo que te guste o algo que de alguna manera pueda ayudarte en el futuro y complementar tu curriculum. Conviene tener la mente distraída para evitar que el fantasma de la depresión llame a tu puerta. Sería tener ya el kit completo, algo desgraciadamente muy habitual entre los desempleados… Parado y depre, cocktáil explosivo para cualquiera pero que además, a ciertas edades, puede ser ya fatal de necesidad. Por mi parte, y aunque no sin esfuerzo, he conseguido levantarme más o menos a la misma hora todos los días. Reconozco que me cuesta lo suyo porque soy una trasnochadora incorregible: ave nocturna. Funciono mejor cuando todos duermen y, noctámbula que es una, la caída de la noche parece que me enchufa. Es como esa conocida canción por la que compitieron el talento de Urquijo y el de Sabina y es que, me pueden dar las dos y las tres y las cuatro… hasta sorprenderme el día.
Por otro lado, planteándome hacer un curso y ya puestos a elegir entre uno sobre Fiscalidad, otro sobre el nuevo Plan General Contable y uno sobre Florencia y sus tesoros, y a pesar de mi enfermiza indecisión, no me asaltaron muchas dudas a la hora de elegir el tercero, uno que imparte el Instituto de Cultura Italiano. En serio… ya sé, ya sé, fiscalidades y contabilidades me hubieran servido más pragmáticamente en mi faceta laboral, pero es que Florencia… ay Florencia! Soy incapaz de resistirme a ella! Y es que este curso, además de brindarme la oportunidad de perfeccionar mi italiano, el sumergirme durante las dos horas que dura cada clase en la historia de la familia Médici, el descubrir a un Michelangelo desconocido y pasear por la Galleria degli Uffizi de la mano de Ghirlandaio o de Botticelli, se me presentó como algo inevitablemente irresistible. Mis compañeros son casi todos jubilados y abuelinas que peinan canas, pero con un unas ganas de aprender sorprendentes. Junto a mi se sienta una de esas entrañables abuelas, una señora con el pelo blanco a media melena. Despreocupada y juvenil y con un encantador punto estrafalario, viste traje de chaqueta a la última y habla un italiano que ya quisieran muchos «expertos». Imagino que habrá vivido en Italia -¿dónde?, ¿cómo…?- porque de lo contrario, ese acento y esa facilidad no se aprenden con unas cuántas clases particulares…tal vez, quizá, a veces pienso, vivió un apasionado romance con un hombre italiano que la arrastró hasta allí y entonces… bueno, como en mis clases, ya mi imaginación se encarga de desbordarme…Ojalá de mayor yo fuera así, con esa clase y sobre todo, con esas ganas de aprender. Espero no perderlas nunca, al contrario, que sigan creciendo, como ahora, pues si os soy sincera, creo que ahí radica la parte más importante del crecimiento humano: el no perder, jamás, la sana curiosidad y las ganas de aprender… Ella es un encanto y cuando la profesora, italiana claro, nos encarga una «lectura» o un ejercicio conjunto me emociono como una niña.
Salgo tan encantada después de pasearme por Florencia, que me falta tiempo para llegar a casa y enchufarme a internet y seguir investigando por mi cuenta entre las maravillosas joyas renacentistas. Siempre tengo ganas de más, de seguir buceando, leyendo y en cuanto reúno unas horas de verdad libres, no dudo en plantarme personalmente en el Prado para contemplar de primera mano alguna de esas joyas, tan rebosantes de Luz. Menuda agenda la mía, pensaréis… Pues la verdad es que sí, he de aprovechar estas vacaciones forzosas para ponerme al día de tantas cosas que a veces ando con más agobios y estrés que cuando realmente trabajaba.
Pero claro, como entre la perfección clínica y mi carácter un tanto desordenado hay un largo trecho, aún tengo pendiente el capítulo del deporte. No dice mucho a mi favor, lo sé, pero no voy a escribir aquí para hacerme la doña perfectita, como hacen «blogueros» a los que desenmascaro a las tres líneas de leerlos… Así que hice un amago de apuntarme al polideportivo de mi barrio pero al final, cuando estaba ya casi apunto de pillarme el chandal y todo, decidí postponerlo; como antes os dije, soy muy poco constante, enseguida me distraigo y la verdad, no me veía con la suficiente fuerza de voluntad como para acudir todos los días a hacer flexiones y abdominales. A sufrir, vaya, que es en el fondo a lo que se va a los gimnasios. Además metida ya en harina, siempre me había imaginado codeándome con chicos musculosos de cuerpos fibrosos y camisetas sudorosas y el horario matinal, propio de gente como yo -parada- es también el de los jubilados y de la tercera edad, amén del de señoras de mediana edad que aprovechan que tienen al marido en la oficina para cotillear mientras «hacen» que hacen deporte.
Pero siendo éstos días de renovados propósitos acabaré haciendo caso a un amigo que está enganchado a yoga y no para de repetirme sus muchas bondades, entre la relajación mental y el ejercicio físico. O tal vez seguiré los consejos de esa otra amiga que me aconseja el Pilates, pero yo, tan indecisa, por ahora me quedo con el ejercicio que todos los médicos nunca dejan de recomendar: caminar. Así que mientras me decido y consciente de que el deporte no es lo mío, de momento me conformo con pasear, como una feliz Simonetta Vespucci la Bella, por la Florencia del XV, del brazo de mi eternamente admirado Sandro Botticelli.
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Cuadro: El Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli.
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¡Alabo tu decisión: caminar como Somonette Vespucci por Florencia es el mejor deporte que se puede hacer! Los gimnasios no son tan gratificantes y además … cansan.
Un fuerte abrazo !