Cada tarde a la misma hora, Francesca corre impaciente a la ventana. Verle pasar se ha convertido en lo mejor del día. Aunque a veces se retrasa, no parece importarle, le gusta verle atravesar la Piazza Garibaldi, con ese aire despreocupado, su foulard al cuello y el pelo despeinado que aunque desde la ventana no distingue, adivina alborotado, tan rebelde como un torbellino de luz, en mitad de la inquietud que ahoga la plaza y su cabeza.
Escondida tras el visillo, teme que pueda ser descubierta. Rocco es lo más parecido a un actor de cine que nunca haya conocido, mucho más guapo que los cantantes de moda que adornan su carpeta del colegio, mucho más guapo que sus compañeros de pupitre. Desde que por primera vez lo viera en la trattoria de su abuela, no falta ni una sola tarde a su cita. Cuando le ve llegar, abandona sus deberes a medio hacer, sube sus medias caídas y con cualquier excusa se desliza escaleras abajo cruzando la calle en dirección a la trattoria. Es tal su nerviosismo que ni siquiera repara en su uniforme escolar, solo el rubor encendido de sus mejillas convierte su atuendo de colegiala en algo más que el uniforme infantil de cada día.
Acostumbrada a sus visitas, la abuela le hace un hueco a su lado mientras canturrea canciones napolitanas que le recuerdan su tierra. Canta conmigo cara, le dice al tiempo que le guiña un ojo y le pasa el delantal. En la cocina se siente feliz. Le gusta ver como Rocco trocea las verduras con parsimonia, un mapa de colores: rojo, verde, blanco; pero sobre todo el aroma que emanan los fogones, el olor del risotto recién hecho, sensaciones que se convierten en recuerdos a golpe de cuchara y sabor a parmesano.
La cocina siempre fue un lugar mágico, no solo ahora que Rocco se ha convertido en el protagonista de sus desvelos. De hecho, no es la primera vez que a sus trece años encuentra refugio al calor de los pucheros. Que recuerde ya lo hacía cuando siendo más pequeña huía de sus hermanos mayores y se escondía bajo la mesa de la cocina buscando el consuelo de su abuela que con el rodillo trataba de poner fin a sus peleas infantiles. Se acurrucaba en un rincón y embobada escuchaba las historias de cuando siendo joven, la abuela atrevida como pocas, se bañaba medio desnuda en las aguas de Ischia o aquellas fiestas de pueblo, en los que entre baile y baile y chupitos de limoncello conoció a su abuelo.
Una mujer excepcional, su abuela… cuando mira sus fotos antiguas cree ver a una actriz de las películas de antes: pelo largo, ojos de gata, austera y aguerrida. Pero ahora es distinto. Nota que algo ha cambiado. Su abuela está triste, sus ojos ya no brillan y se siente cansada. Ni siquiera canta. Desde que se instalaron en Ruffano siente que ha envejecido de golpe, echa tanto de menos su tierra, sus amigos, ese Nápoles que pese a sus historias, casi no recuerda, tan lejano ya en su memoria. Para colmo, no hace mucho oyó tras la puerta como decía a su madre, que pronto abandonaría la trattoria, fueron palabras confusas, entrecortadas, conversaciones de mayores, que aunque no entendió al principio, van cobrando forma cuando cada día la siente más ausente, ajena a cuanto sucede a su alrededor.
Estos días también ella se muestra inquieta, con la ayuda de Rocco quiere darle una sorpresa, aún no sabe qué, tal vez una gran fiesta que le haga olvidar su tristeza. Una fiesta donde la música y la comida napolitana sean las protagonistas. Donde no falten flores, ni guirnaldas, ni algunos de sus amigos, aquellos que un día lo fueron todo y la distancia y los años separaron hasta convertirlos en un recuerdo olvidado y precioso.
Su cabeza es un torbellino, piensa en tantas cosas que su abuela la nota distraída, de vez en cuando cruza una sonrisita con Rocco. No, no quiere que nadie sepa su secreto. Tampoco éste. Mientras tanto, un rayo de luz se cuela por la ventana, se sube las medias y se siente mayor. No puede evitar mirar de reojo como su abuela enciende el horno. Todo huele a Panettone, aroma de Navidad. Y es que aunque nadie lo imagine, también ella a tenor de su expresión, presiente que algo importante va a suceder. (Publicado en Hyperbole)
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Fotos: Cartier Bresson
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He recordado mi infancia. Yo soy tu aprendiz!
Ja ja… me alegro de haber recordado tus años tras el visillo.
Felices Fiestas
Mi visión del ABCdario
leo tu blog, siempre notas entrañables de un pasado que permanece muy presente, muy vivo, yo comparto más la visión de Simone de Signoret sobre la nostalgia.
Muchas gracias por visitar mi blog, siempre es bienvenido cualquier comentario y más si son tan cariñosos como el tuyo. Un abrazo.
Ah, como se derrama la vida por entre las lineas de ese texto! Y qué dulce el personaje de la abuela a través de la niña-adolescente. Ni que decir tiene que las fotos de Cartier-Bresson son magníficas y qué bien acompañan…
Un abrazo bien grande!
Me alegro que te haya gustado. Todas somos un poco el personaje de la niña, al menos yo-eterna adolescente- En cuanto a la elección de las fotos, no todo el mérito es mío, buena parte lo tiene la redacción de Hyperbole por elegir por mi, algunas de las mejores fotos de Cartier-Bresson.
Un abrazo.
Precioso texto acompañado de unas preciosas fotos. Me encanta tu narrativa, como los sentimientos se deslizan entre las líneas de la acción… Con tu permiso lo comparto
Muchas gracias por compartir mi texto, las fotografias son de un maestro en eso no tengo mérito. Un beso.