Por arte de magia.

Todo comienza por arte de magia… un himno, un susurro, un chorro repentino de inspiración, una idea que viene a la mente consciente o inconsciente…
Lee Krasner

 

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Cuando me avisaron de la muerte del que fuera mi marido, deshacía la maleta en un hotel de Florencia, días antes de embarcar a Venecia. Fue Peggy Guggenheim quien me lo contó mientras me entregaba el telegrama. Tuvo que repetirme la noticia varias veces. Mi cabeza empezó a dar vueltas y por un momento creí desmayarme. Quise gritar y sin embargo por más que lo intenté, no pude. Mis ojos estaban tan empañados por las lágrimas que apenas acerté a leer el telegrama. Un accidente de coche, debe tratarse de un error… ¿Jackson Pollock muerto? No, no…, no puede ser. Todavía recuerdo las rosas que semanas atrás me envió con motivo de nuestra separación: las rosas más rojas que nunca he visto. Conservo aún la tarjeta: “Te debo tanto… ¿Podrás algún día perdonarme?”. Me metí en la cama y cerré los ojos. Todo era confusión. Imágenes y más imágenes. Oscuridad.

 

***

 

La primera vez que visité su estudio, fue con motivo de nuestra participación en la muestra colectiva de John Grahan en Nueva York. Me quedé impresionada, nunca había visto nada igual. Su pintura tenía una fuerza desconocida. Quise saber sus influencias, no pensé que me respondería Tom Bentom, un paisajista campestre y sin embargo así fue, los paisajes de Bemton inspirarían sus primeros cuadros como más tarde lo haría la pintura de Carl Jung. Me  prometió que vendría a casa, casi le obligué a hacerlo. Estaba ansiosa por saber su opinión. Pasó tanto tiempo desde entonces que ya ni le esperaba. Se sorprendió que le recibiera con el mandil puesto. No pude disimular el desorden de la cocina mientras le conducía a mi estudio. Todavía me avergüenzo. Traté de acicalarme como pude, me atusé el pelo y le mostré el autorretrato con el que conseguí  entrar en la Academia de dibujo. Jackson era un hombre de pocas palabras, sin embargo por el modo en que me miró y miró mis pinturas supe que también él había quedado impresionado.

 

Después de aquella tarde, nos vimos al día siguiente. Fuimos a una cafetería al otro lado de la calle. Tenía un sentido del humor muy particular. Me habló de su infancia, de ese momento en que nos hacemos adultos y todo se convierte en un infierno. De cómo le gustaba verse como un vaquero, como un vaquero inconformista. Me habló de su familia, de su madre. Yo le hablé de la mía, de mis años de juventud, de Rimbaud y de mis problemas en la escuela. La noche nos sorprendió hablando de pintura. No sé muy bien como sucedió, pero sin darnos cuenta nuestras manos se enredaron y nos vimos en mi apartamento, en una cama que hasta entonces era enorme, uno en brazos del otro. Vergonzosos pero felices, compartiendo una intimidad, un edredón y una noche que parecía no tener fin hasta que el sueño nos venció.

 

***

Peggy

Mirando atrás, me doy cuenta que aquellos fueron unos años difíciles. Nuestro apartamento era pequeño, ni siquiera tenía baño. Aquel primer invierno juntos, pasamos mucho frio. Algunas veces me levantaba de noche y le encontraba dándole vueltas a algún cuadro, pensativo con su eterno cigarrillo en la mano, aterido por el frio. Sus problemas con el alcohol cada vez eran más frecuentes. No sabía qué hacer para ayudarle, se enfadaba y podía permanecer días y días sin hablar, solo pintando, absorto en su mundo, un mundo solitario y peligroso, dándole pinceladas a un lienzo imposible casi tanto como sus sueños de cowboy atormentado.

 

Siempre confié en su talento. Estaba segura que le vería triunfar. Me empeñé a fondo para que Peggy Guggenheim, conociera su obra. A pesar de su carácter caprichoso conseguí que visitara el estudio. Quedó impresionada, el rostro se le iluminó, todo fueron elogios. Estos cuadros merecen ser expuestos al mundo, dijo. Así fue como Jackson consiguió un contrato por un año y su primera exposición individual en la que los críticos quedaron subyugados por esa capacidad suya de experimentar con la pintura, su sello de identidad ya para siempre.

 

Con el dinero que Peggy Guggenheim nos pasaba cada mes, alquilamos una pequeña villa en Long Island. Era una casona antigua desprovista de agua y calefacción, pero gracias a la ayuda de su familia conseguimos acondicionarla. Transformamos el granero en un estudio privado para Jackson. Todas las mañanas atravesaba el jardín y se encerraba con sus pinceles y sus cuadros. Me gustaba sentarme en un rincón con mi cigarrillo, en silencio y ver como los colores de sus cuadros se entremezclaban con las líneas en una danza tribal que me hacían soñar con los paisajes ocres y tan lejanos de mi infancia. En la soledad de su estudio, con el lienzo en el suelo, se sentía libre. Jugaba con la pintura, dejando que gotease directamente del pincel, o desde los botes de pintura agujereados. Sus manos eran su instrumento de trabajo, no tenía miedo a hacer cambios. La pintura tenía vida en sí misma. Dentro del cuadro no era consciente de lo que hacía, todo era armonía, un juego de colores, era después, mucho después cuando alejado de la realidad, tomaba conciencia de los resultados. (Leer texto completo en Hyperbole)

 

 



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