Por un puñado de cartas.

 

Cuando de pequeña me preguntaban qué era lo que quería ser de mayor, siempre respondía que no sabía. Por mi cabeza no pasaba la idea de ser ni maestra ni doctora, menos aún princesa de un cuento de hadas como otras tantas niñas de mi edad. Y cuando insistían mucho, en el colegio o ante las visitas, improvisaba con lo primero que me parecía, desde dentista a fontanera. Tampoco destacaba especialmente en nada en la escuela, era una nulidad con las matemáticas, pero gracias a la ayuda de mi padre (que había sido maestro en su juventud) acababa saliendo siempre «aprobada». Gracias a él, sumas, restas, divisiones, aquella regla del nueve, ecuaciones,…dejaron de ser extrañas imágenes y comenzaron a tomar forma en mi cabeza; al menos la forma justa para sacar más de un ´suficiente` en cada evaluación. Pero lo que de verdad se me daban bien eran las redacciones, tal vez porque si algo me ha gustado ya desde niña ha sido leer; asignaturas como Lengua y Literatura, Historia…permitían que mi imaginación se activara, creando esplendores pasados como si de cuentos de caballerías se trataran.

 

Durante los meses de verano mi padre acostumbraba a ponernos una serie de deberes, en parte para que no olvidáramos lo estudiado durante el curso, en parte para mantenernos entretenidos. Podéis imaginar la tabarra que daban cuatro críos ociosos -claro que lo imaginaréis, seguro que ahora sois vosotros los que tenéis que padecer las vacaciones de vuestros hijos. Tal vez también recordéis aquellos famosos cuadernillos Rubio, algunos de cuentas, otros de caligrafía, pero todos de problemas. Recuerdo que cada día nos mandaba una o dos hojas que luego él corregía al despertar de la siesta; esperábamos ansiosos el veredicto. También me viene a la memoria ahora un libro al que él apreciaba mucho: se titulaba ´El Profesor en Casa` y era de tapas verdes y a mí, por entonces, me parecía muy, muy gordo. Viéndolo ahora compruebo, con ternura, que no lo era tanto y es que ya sabéis cómo la memoria distorsiona la realidad hasta dislocarla.

 

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Sería aquel verano en el que mandaron a mi hermano a estudiar a Inglaterra, nunca lo olvidaré, cuando mi padre nos propuso, a modo de juego -y de descanso para él- escribirle una carta todos los días. A cambio, nos daría algunas monedas de premio. Por supuesto, recibí la idea entusiasmada porque, a diferencia de los demás, escribir para mi era algo divertido, mágico casi, y por supuesto, ese dinerillo extra me ayudaría a calmar mi hambre de cuentos, de tebeos y…de chuches, claro. Fue así como empecé a escribir aquel mes de julio. Eran unas cartas infantiles, ingenuas, en tamaño cuartilla, en las que solía pasar revista a mi enorme mundo cotidiano, a los descubrimientos a los que una niña de diez años aún asiste, calurosas tardes en Somontes y meriendas de tortitas con nata en la Cafetería de El Corte Inglés de la Castellana (aunque entonces no se llamaba así, claro). Para mi sorpresa, mis cartas fueron acogidas con gran entusiasmo por mi padre y eran leídas por toda la familia con una mezcla entre curiosidad, admiración y sonrisas cómplices. No os podéis imaginar lo importante que fue para mi aquel pequeño gran reconocimiento, tanto, que ya desde entonces no he dejado de escribir, esperando quizás, de nuevo, ese aplauso familiar. Todos necesitamos de esas afirmaciones pero, para los caracteres más frágiles, se nos vuelven tan necesarias como el aire.

 

 

Más tarde nos contaría mi hermano que gran parte de aquellas cartas jamás llegaron a sus manos, pero en otros veranos de estudios en Francia, en Irlanda,…las cartas se fueron repitiendo puntuales, inevitables, a pesar de que la recompensa de las monedas terminó. Y es que las monedas fueron sustituidas por una recompensa aún mayor: mi propia emoción al sentir, ante aquel puñado de cartas, la emoción de los demás.

 

 



Categorías:Momentos, Recuerdos, Uncategorized

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2 respuestas

  1. Aquí tienes mi aplauso! Insuperable !

  2. Tierno, agradable, gratificante, emocionante!!

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