Por casualidad.

 

Llevo varios días buscando en mi memoria algún recuerdo que me haga sonreír, que sea compatible con este mi nuevo estado de ánimo, tan emergente como prometedor, y aunque se me aparecen unos cuantos, con el que me quedo, entre el sueño y la realidad, huele a dulce, a palmeritas de hojaldre y a magdalenas recién hechas. Es el cuadro de María Blanchard “La gourmandise”. Lo encontré por casualidad, mientras visitaba el Reina Sofía la otra semana en busca de las fotografías de Robert Adams y sus paisajes «rotos»por el blanco y por el negro; desde entonces ellas, la pintora y esa niña codiciosa, ocupan un lugar preferente en mi imaginación.

 

La gourmandise, 1924[1]

 

No me digáis que no, pero a quién no le ha pasado ir a un museo en busca de una exposición y terminar viendo otra, una de esas apenas visitada y tan perdida como lo estás tú entre los laberintos de pasillos, escaleras, ascensores que suben y bajan atestados de visitantes a contrarreloj… Salas que ya vacías, a punto de cerrar, te guiñan un ojo y te invitan a que pases de puntillas, con el permiso desdeñoso en la mirada de los vigilantes que te apremian y tú no puedes resistirte a ese cuadro que de pronto, imprevisto, te mira y te atrapa y te obliga a detenerte ante él, golosa. Julien Green decía que para que los cuadros empiecen a hablarnos hay que mirarlos al menos diez minutos. Yo no disponía de tanto tiempo, tampoco hacía falta. Hay cuadros que te atrapan ya en el primer vistazo, aún de lejos y entre muchos otros también bellos, como un amor a primera vista, algo parecido a lo que nos sucede con ciertas personas. Para llegar a otras, sin embargo, necesitarás más tiempo, todo un pedazo de tu vida, una tarde entera… y a veces, ni con eso es suficiente. No sabes por qué extraña razón es ese, y no otro, el cuadro que te roba despiadado el corazón, como tampoco sabes qué es lo que esconde ese hombre que de pronto se cuela en tu vida sin aparentar hacer mérito alguno. No es cuestión de belleza, tampoco tiene que ver con su valor pictórico, histórico o vital, es algo más íntimo, algo que se escapa a tu entendimiento, un capricho del subconsciente que consigue que, rodeada de colores y brillos, sea justo él el que se te quede grabado en la memoria, como un único fotograma de una película, de entre tantos miles que pasan por la pantalla.

 

 

Es lo que a mi me ocurrió con este cuadro y con esa niña codiciosa, rodeada de dulces y pasteles… y también con su autora, María Blanchard y con su personalidad misteriosa e introspectiva, tan apartada de las convenciones y costumbres de la época. Siempre me han atraído esas vidas tormentosas, entre la realidad y la invención literaria, esas personalidades que se resquebrajan a golpe de pincel y que consiguen superar sus trabas a golpes de voluntad y de constancia. Tal vez sea porque el recrearme en derrotadas desdichas ajenas, me dé aún más esperanza para luchar también yo y salir adelante en este mundo mío, teñido a veces tan de gris, que me aprisiona y que tanto me asfixia.

 

 

Aquel “no tengo talento, lo que hago, lo logro sólo a fuerza de trabajo…”, o ese “cambiaría toda mi obra, toda, por un poco de belleza…” que llegó a decir, me parecen fiel reflejo de su visión sobre su obra y su apariencia. Acomplejada desde niña por una extraña deformidad congénita, sólo en el escondite de la belleza de sus propios cuadros encontró donde refugiarse de las miradas más prejuiciosas y obtusas y donde exponer también su delicioso carácter y su humanidad. Una dulzura y fuerza femeninas que paseó orgullosa y admirada por ese Paris de los 20, compartiendo en Montparnasse cuarto y confidencias con Diego Rivera o con Juan Gris, paseando por la rue Boulard, intentando exponer sus obras en el hervidero aquel de las galerías de Montmartre, en la George Petit o colándose a codazos en aquella histórica exposición, La Comuniante. Y ya me conocéis, puesta a imaginar, no me extrañaría que en alguna de esas idas y venidas, con lienzos viejos y usados bajo el brazo, se topara con Hemingway o con un Picasso recién llegado de la Costa Azul, deseoso de pintar a sus muchas amantes, e imagino también a Sylvia Beach prestándola algún libro en la Shakespeare & Co… y hasta por un momento me veo yo misma, a través de esa «gourmandise» del cuadro, revolviendo libros, codiciosa entre sus estantes…

 

 

Oigo pasos, su eco sobre la madera. Silencio. Pasos de nuevo: el vigilante me hace una señal con la mano. Miro a mi alrededor y no hay nadie, soy la única espectadora de ese único cuadro, en una sala tan vacía como inmensa. Me he quedado tan embelesada viendo los pasteles sobre esa tela de Marie Blanchard que he olvidado que el museo ya va a cerrar. Dejo a esa niña a solas con su manjar y vuelvo renovada a la realidad de mi vida, a este Madrid de verdad, y echando un último vistazo atrás, prometo regresar a ese otro Paris de mi imaginación, cuando era una fiesta y la Blanchard disfrutaba, libre, de ella.

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Cuadro: La Gourmandise de Marie Blanchard



Categorías:Momentos, Recuerdos

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