Era la segunda vez en lo que iba de semana que los gatos se colaban por la ventana de su casa de verano. No se había repuesto del susto de la primera vez, cuando se encontró con un gato sobre su cama, esta vez era un gato negro. Fue tal el grito que pegó que su hija, que dormía en la habitación contigua, corrió asustada a ver qué pasaba. Todavía nerviosa, trató como pudo de explicarle la presencia del gato, pero para entonces su hija ya había vuelto a la cama con un gesto de disgusto, como si su única preocupación no fuera otra que despertar a los niños con el alboroto de una vieja cada vez más disparatada.
Bebió un poco de agua y examinó la estancia hasta comprobar que el gato había huido, solo así, y tras alisar las sabanas, pudo volver de nuevo a la cama. Le costó dormirse, dio tantas vueltas, pendiente de la ventana, que a la mañana siguiente se sentía tan cansada y de tan mal humor que llegó a dudar que todo no hubiera sido otro de sus sueños.
Últimamente no hacía más que soñar cosas raras. Unas veces soñaba con maletas, otras con piscinas de aguas transparentes, pero nunca había soñado con gatos. El portero se mostró extrañado cuando se lo contó, pero aún así le recomendó que pusiera una mosquitera en las ventanas. Una solución sencilla que le evitaría problemas con los vecinos, incluso se ofreció a ponérsela él mismo, pero ella necesitaba aire, respirar, y no estaba dispuesta a hacer más concesiones de las que ya había hecho, y mucho menos seguir los consejos del chismoso del portero que no parecía buscar otra cosa que halagarla con sus atenciones, quien sabe si con la intención de una propina.
Su hija no hacía más que repetirle que debía serenarse; como si serenarse fuese tan fácil, y más a su edad. Desde que su marido se fue de casa se había vuelto muy desconfiada. Tal era la intranquilidad que sentía que, a veces, creía que no iba a poder resistir esa sensación de abandono en que se encontraba. Cerrojos, doble llave, ventanas enrejadas, quería vivir en un mundo suyo, alejado de las muestras de compasión de los demás y, aunque le costaba reconocerlo, eran estos pequeños inconvenientes domésticos los que le daban la vida: levantarse un día y que la cafetera no funcionara, la persiana rota, las hormigas… ahora los gatos. (Leer el relato completo en vozed)
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