Una librería d’Oltremare

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Después de cinco años viviendo puerta con puerta, descubrí la semana pasada en una conversación de portal, que mi vecino, el del 9º 5, regenta una librería de viejo. Una noticia que no me hubiera afectado como lo hizo, si no me hubiera pillado, casualidades de la vida, leyendo el libro Diario de un librero de Shaun Bythe.

Durante todo el día, estuve dándole vueltas al asunto, no al hecho que mi vecino fuera librero, sino en la suerte de serlo. Ahora que muchas librerías están cerrando, poder dedicar tu vida a los libros debe ser lo más parecido a la felicidad.  Me había quedado con la curiosidad, ¿qué clase de librería sería la suya? ¿De esas polvorientas en las que perderse por sus pasillos es una invitación a salir corriendo? ¿O tal vez de esas más modernas con sofás y lamparitas? ¿Llevaría también él un diario con sus experiencias como el protagonista del libro?

Sin darme cuenta me vi imaginando como sería mi librería ideal. Enseguida descarté una librería convencional. Tenía en mi cabeza la recién descubierta, Amapolas en octubre, en pleno barrio de Malasaña, y el recuerdo de una librería de Venecia, a los pies de un canal, en la que a cambio de unas monedas podías pasar allí la noche. Decidí que la mía sería todavía mejor, se parecería a la librería Magazini d’Oltremare que describe Carofiglio y que frecuenta el abogado Aldo Guerrieri en su libro Ad occhi chiusi. Una librería informal siempre llena de gente, donde se pudiera comer, beber, comprar un libro o simplemente leer el periódico. Un lugar de reunión, abierto a presentaciones de autores noveles y que contara con la presencia de los ya consagrados. Incluso la idea de la pequeña sala de cine me pareció acertada. Un lugar donde los fines de semana, se proyectaran películas antiguas una detrás de otra, sin parar… sin que estuviera prohibido hablar ni levantarse. ¡Una sala siempre viva! En la que entre una película y otra se sirviera spaghetti y vino. Y al caer el alba café caliente y croissants.

Como soñar es gratis, decidí que llevaría también yo, un diario en el que anotaría mis impresiones sobre el negocio: la recaudación, las anécdotas del día, mis pesquisas para atender los encargos más disparatados. Intentaría conseguir la misma cotidianidad que describe el autor cuando relata sus largas caminatas a Wigtown, o cuando sale a pescar salmones, solo que yo –alérgica al campo y a los salmones– hablaría de mis escapadas a galerías de arte, o incluso escribiría sobre mis lecturas más queridas y sobre aquellas otras que terminaron por atragantárseme, y porque no, también sobre las mesas de redacción de algunas de las revistas donde colaboro. Dedicaría especial atención a la clientela, sobre todo esos clientes pelmazos acostumbrados a mirar y remirar los volúmenes, descolocándolos para no comprar después nada, o aquellos otros que regatean el precio de los ejemplares ya rebajados, o los que entran para olvidarse del frio de fuera, y se refugian en un rincón abrigados con un libro y después con otro, como si la vida se hubiera detenido para siempre en ese instante.

Además, me rodearía de un buen equipo de colaboradores. Gente eficiente y de buen carácter que me prestaran más atención que Nicky, la asistente de Bythe, una mujer deslenguada, grosera con los clientes y que lejos de atender sus indicaciones de jefe, hace lo que le da la gana, llegando cada mañana tarde, con la excusa perfecta para salirse con la suya. Mis colaboradores tendrían siempre una sonrisa, me fijaría más en eso que en su curriculum y amarían los libros por encima de todo. A la emoción de tener un buen equipo, ya estoy imaginando mi felicidad, al visitar con mi furgoneta las bibliotecas de particulares, y descubrir entre los libros de cocina y enciclopedias, alguna rareza: un poemario inédito o una primera edición de algún autor maldito, de esos que tanto me gustan.

Me da un poco de vergüenza, ¿qué opinaría mi vecino de esta concepción mía tan literaria de la vida de un librero? Cafés, libros, cine… Seguro que todo no es tan bonito como parece y el muy aguafiestas me pone al corriente de las amenazas que, en mi visión romántica del negocio, yo no advierto: la llegada de Amazon, las nuevas tecnologías, la piratería… Se me ocurren mil preguntas, pero podré esperar. No quiero que nadie, ni siquiera mi vecino por muy profesional que sea, arruine mi sueño de ser librera por un rato. (Publicado en FronteraD)

 

 

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Foto: Librería Acqua Alta (Via Lunga Santa Maria Formosa, Venecia)



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