David Delfín: un colibrí entre paredes rosas

David Delfín quería una casa de paredes rosas como el gabinete surrealista de Elsa Schiaparelli. Una casa especial en la que sus libros y sus figuritas de porcelana estuvieran dispuestas en estanterías como un museo. La encontró en pleno centro de Madrid, donde asomado a los balcones podía ver los árboles de la Plaza de España, pero también los tejados de los edificios más altos. Allí lo acumuló todo: juguetes, cuadros y jarrones; una colección de objetos imposibles en el que pese al desorden cada cosa tenía su sitio.

Sin saberlo, aquella casa iba a convertirse en su último refugio. En el 2016, un grave revés de salud, le mantuvo alejado de la vida pública. Intervenido de tres tumores cerebrales, el duro tratamiento que vino después, no le impidió pasar la convalecencia rodeado de sus amigos. “Es grave, soy consciente. Y sé que es una lucha real, son tumores de grado 3 que lo que quieren es seguir adelante… pero tenemos que pararlos”.

Con estas palabras informó a la prensa de su enfermedad, con una naturalidad sorprendente. Unos meses antes, había recibido el Premio Nacional de Diseño de Moda. Polémico había sido su primer desfile en el 2002, en el que las modelos atravesaron la pasarela con una soga al cuello y encapuchadas. La crítica malinterpretó lo que en realidad había sido un homenaje a Magritte y al surrealismo de Buñuel. Tuvo que justificarse: un fallo en las luces había sido el culpable de que las modelos caminasen desorientadas y algunas estuvieran a punto de tropezar. Recibió muchas cartas de personas molestas por lo que consideraron una ofensa a los grandes modistos de siempre. De entre todas, guardó una, la remitía una señora que firmaba con las iniciales A.M que le recriminaba su actitud irreverente, y le invitaba a tomarse más en serio la profesión siguiendo el ejemplo del maestro Balenciaga, si lo que de verdad quería era llegar lejos en el mundo de la moda y no convertirse en un uno más.

En vez de sentirse contrariado, las críticas le sirvieron para hacer de la transgresión su seña más personal, había encontrado su voz y no estaba dispuesto a hacer concesiones a la comercialidad. En sus siguientes desfiles volcó su desesperación en colecciones en las que el arte convivía con sus piezas más atrevidas. Homenajes a la fotografía de Diane Arbus, o Josep Beuys y la necesidad de reinventarse, convencido de que los conceptos no venden, lo que vende son las cosas bonitas y había que entregarse a ellas, aun cuando las cuentas no terminasen de cuadrar.

Había conseguido que su marca fuera reconocida, y que cada una de sus piezas fuera una narración, una historia escondida entre grandes solapas y vestidos de hechuras imposibles que mostraban las intimidades más escondidas, y que pese a todo ensalzaban la figura de la mujer. Se había convertido en un personaje voluptuoso: él era voluptuoso, sus trajes también lo eran. El mismo delfín que tatuado en su brazo le había llevado a adoptarlo como apellido y que ahora era el símbolo de su pequeño mundo, parecía inspirar su obra. Parte de lo que era se lo debía a su gran amiga Bimba Bosé, de cuya muerte unos meses antes no se había repuesto.

Cuando la conoció, ella estaba bailando en Morocco, su aspecto andrógino, y aquella camisa casi transparente que dejaba adivinarlo todo, le sedujo por completo. Pese a todo, no se fijó en sus pechos, sino en sus labios de un color rojo rabioso. Parecía por su gesto distante una diva de los años 20. La amistad surgió imparable. “La amo, el nuestro es un amor de verdad, pero además es mi musa”, proclamó. Junto a ella, y los hermanos Postigo: Gorka (arquitecto, fotógrafo y expareja de Delfín); Diego (realizador y expareja de Bimba Bosé) y Déborah (periodista) fundaron la firma Davidelfin, con la que experimentarían además de con la moda con otras manifestaciones artísticas como la fotografía y el video.

De entre tantos proyectos, se sentía orgulloso de haber elaborado el vestuario de ballets como Chaper 10 en el 2009 y Nippon Koku en el 2014 de la Compañía Nacional de Danza, además de los uniformes de los azafatos en la película de Almodóvar “Los amantes pasajeros”. Según sus palabras, cuando recibió la propuesta, casi se desmaya. Se sabía las películas de memoria, podía recitar los diálogos sin pensar. Formar parte de aquel proyecto, asistir al rodaje, empaparse de aquella estética, codearse con Almodóvar, era algo que nunca olvidaría, pero al mismo tiempo era tal la responsabilidad, que estuvo varias noches sin dormir.

Se sentía un impostor. “Muchas veces he pensado en tirar la toalla, cada vez que tengo que presentar una colección, iniciar un nuevo proyecto, siento una angustia que no se la desearía ni a mi peor enemigo. Luego me calmo y veo que mereció la pena” confesaría. No había terminado la carrera de Bellas Artes, y ahora daba clases a institutos de diseño y conferencias en universidades. Aunque llevaba en Madrid, más de 25 años no había día que no se acordara de sus orígenes, sus tiempos de camarero y sus años después en la compañía de Danny Panullo haciendo imitaciones, siempre rodeado de unos fans que desde el principio le declararon una admiración que ni él mismo creyó merecer.

Algunos de los fans de entonces, se convirtieron después en sus amigos. Alaska, Boris Izaguirre, Rossy de Palma, todos aludían a su timidez que en ocasiones les empujaba a sentirse cohibidos en su presencia. Era como si su personalidad les obligara a observarle en la distancia, con el respeto que se dedica a un gran maestro. Un comportamiento que nunca entendió, porque si algo le caracterizaba era esta inseguridad que le paralizaba, hasta en los momentos más nimios. Prefería escuchar, observar, empaparse de las cosas que le llamaban la atención, para después interpretarlas a su manera. Algunas veces escribía, se ayudaba de las palabras a la hora de que sus ideas dieran el salto a los bocetos. Sentía devoción por Carver y sus poemas, uno, sobre todo: “vamos a suponer que digo verano/escribo la palabra “colibrí” / la meto en un sobre/y la llevo colina abajo/hasta el buzón/cuando abras la carta/te acordarás/de aquellos días/y lo mucho/lo muchísimo que te quiero”. Aquel poema oído de los labios de Bimba Bosé, todavía conseguía emocionarlo, como lo hizo el día de su boda, como lo haría siempre que se refugiaba en las palabras de Carver. En los días de su enfermedad imaginó ser un colibrí gigante, que volaba hasta darse de bruces con una ventana cerrada. Sin entender nada escribió todo aquello en un papel, después lo guardó como guardaba las cosas importantes. “Prefiero hacer a pensar qué voy a hacer”, escribió otro día. Como ocurre siempre, la vida se le escapaba sin saberlo.

En sus últimas apariciones, ya no era él. Alguna de sus fotos en la que una gran cicatriz atravesaba su cabeza, había aparecido en alguna publicación y en las redes sociales. «Fue una cosa íntima, sin pensar en que se iban a publicar. Era algo nuestro, de los dos, de mi novio y mía para recordar momentos. Nos pareció que dentro de la dureza tenían… no sé si decirte belleza, pero sí mucha verdad», confesaría restándole importancia. Murió unos pocos meses después, rodeado de sus cosas, entre cuadros y amuletos, en aquella casa tan especial de paredes rosas que apenas pudo disfrutar.

Una exposición en Madrid en la Fundación Canal con sus diseños, objetos personales le recordó hace dos años. También sus amigos, con homenajes como el que le dedicó la hija de Bimba Bosé que desfiló como modelo y la gran fiesta en su honor. Un día como hoy, 3 de enero, David Delfín decidió extender las alas y volar como el colibrí de aquellos versos. (Publicado en FronteraD)

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Foto: Exposición de David Delfín en la Fundación Canal



Categorías:Momentos

2 respuestas

  1. Muy hermoso! Gracias por escribir tan bien. Un fuerte abrazo.

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