Nunca supuse que esto de infringir las normas me terminaría gustando tanto. Primero empecé pisándole el barrido al portero con cierto disimulo y mil disculpas, nadie a mi edad y en su sano juicio lo haría de otro modo: soy educada. Después continué saltándome algún semáforo, y hoy estoy en casa fingiendo un constipado que no tengo. No es que me haya vuelto una delincuente en potencia o haya perdido la cabeza; es que me he dado cuenta que esto de tocar los huevos cuando no tienes otra vía de escape, puede hacerte tanto bien como cambiar de peluquero o mandar a la mierda a tu jefe.
No hay nada más aburrido que enfrentarse a los problemas con la delicadeza de una señorita. Esto lo aprendí de mi abuela, una mujer moderna que a su edad, lucía pantalones de campana y fumaba más que mi abuelo. Los miércoles, mi abuela nos llevaba a mi hermano y a mí, a buscar a mi padre a la salida del trabajo. Por entonces el mundo de las oficinas y más la suya, que trabajaba en un Banco, me fascinaba. Lo imaginaba como una prolongación del colegio: los compañeros, el buen rollo, pero sobre todo el material de oficina: los botes llenos de bolígrafos y las mesas ordenadas en perfecta sintonía con lo que se esperaba de una oficina del barrio de Salamanca. Había tardes que me sentaban en una mesa con un papel, me daban un caramelo y yo atenta a todo, hacía garabatos quietecita. No podía imaginar entonces que muchos años después, me lamentaría de estar en una oficina sin calefacción, ni cuarto de baño: un cuchitril infame en un barrio de la periferia, en el que cobrar a fin de mes se convertiría en una aventura y en el que causar buena imagen sería lo de menos.
Lo pienso bien y tal vez sea ese antiguo recuerdo por bonito, el culpable de todo. El culpable de mis deseos de venganza, el culpable de fingir este dolor de garganta que no tengo mientras mi jefe preocupado por el cierre, bombardea mi teléfono con mensajes que no leo, como si le importara mucho mi salud y a mí su empresa. Y yo lo intento, no hago más que buscar motivos para reírme de mi misma aunque no los tenga, en eso consiste la difícil tarea de sobrevivir en una oficina tan cochambrosa como la mía.
Hay veces que tengo la sensación de que mis problemas me hacen también disfrutar, de qué escribiría entonces si no los tuviera. Me digo que hay cosas peores, que al fin y al cabo vivir instalada en la comodidad de las desgracias tampoco puede ser tan malo. Pienso por ejemplo en Cheever, cuando bajaba al sótano sin ventanas del edificio del 633 de Hudson Street, se quitaba los pantalones para no estropear su traje nuevo y en calzoncillos, escribía para el New Yorker sus mejores cuentos, o en Faulkner cuando entregado a la botella buscaba la inspiración asomado a un tendal, en el que las bragas colgadas de su vecina, constituía el único paisaje donde descansar su vista y dejar vagar su imaginación, pero ni por esas.
Aun así, y a pesar de mi buena voluntad, hay días brumosos como el de hoy, en los que me gustaría sublevarme y en los que de buena gana llamaría al Sr. Lobo, el solucionador de problemas de la película Pulp Fiction, para que le diera una buena lección a mi jefe mientras yo sigo buscando una razón para ir a trabajar. Estoy segura que mi abuela lo aprobaría. Bastaría algo sencillo que no dañase mi imagen, una llamada anónima o una buena hostia de trámite, de esas elegantes como la de Vargas Llosa a García Márquez en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes en México o como la que Glen Ford le propinó a Rita Hayworth momentos después de desnudar su mano con un guante, pura bofetada de fuego capaz de incendiar la mejor de las intenciones, hasta las mías si las tuviera.
Y en eso estaba, barajando las posibilidades, buscando la mejor opción de venganza, dueña ya de la situación, viniéndome arriba, convertida en una Uma Thurman de andar por casa, cuando otro mensaje de mi jefe acaba de sonar en mi teléfono, despertándome así de la ensoñación. Otro más.
“Si, dicen que hay un brote de gripe en Madrid. Una pena que te haya tocado ahora que tenemos la oficina caldeada. Tú ve reponiéndote Manuela, que todo es pasajero. Hablamos mañana.”
Lo que yo digo… ¿Tiene alguien el teléfono del Sr. Lobo a mano? (Publicado en Chopsuëy Magazine)
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