Mucha gente se sorprende cuando digo que de la Navidad solo me gustan las luces y el Roscón de Reyes. Ahora también me gustan los días de descanso que, por gentileza de mi trabajo, me permiten ponerme al día en entretenimiento y paseos. Soy una afortunada.
Estos días he ido a exposiciones, he visto Madrid abarrotado, me he mezclado con turistas y sus maletas y me he tumbado en el sofá solo para cerrar los ojos y no pensar en nada más que en mí. Hubiera sido bello aprovechar para hacer una lista de los mejores momentos del año, pero ninguno de ellos ha tenido el relieve preciso para destacarse.
He descubierto, eso sí, los cuentos de la japonesa Takako Takahashi, que en ciertos momentos me recuerdan a Carver. Sus personajes son mujeres antisociales, alejadas de las normas, marcadas por la sinrazón y la perversión. Me han gustado tanto que me he prometido leer más cosas suyas; me he lanzado a internet para hacerme con todos sus libros. Ya veis que tiendo a crearme necesidades, a ensalzar en los altares a quienes, de algún modo, me vapulean con sus ideas, encontrando así una aproximación a lo que soy yo o a lo que quisiera ser.
Su vida, azarosa y marcada por una constante sensación de desajuste, también me ha fascinado: un matrimonio intelectual y asfixiante, la temprana muerte de su marido —también escritor— y una larga exploración de los límites entre la cordura y la transgresión. Ingresó en un convento y lo abandonó después de un año, cuando su madre cayó enferma y precisó de sus cuidados.
La fragilidad de las madres, otro tema que me golpea ahora, se hace más tangible cuando pienso en Takako y en tantas otras historias invisibles. Esa mezcla de amor, entrega y vulnerabilidad me recuerda que la vida se sostiene en pequeños equilibrios que pueden romperse en cualquier instante. Y quizá sea precisamente esa fragilidad la que nos enseña a valorar los momentos sencillos, los gestos cotidianos que muchas veces damos por sentados.
Estos días de calma, entre luces y paseos, se sienten como un regalo inesperado. Mientras la ciudad bulle a toda velocidad, con sus multitudes y murmullos, yo me permito detenerme y simplemente existir. No hay obligaciones que cumplir ni recuerdos que reconstruir; solo espacio para observar, para escuchar la música que llena el silencio y para sentir el tiempo pasar sin prisas.
Quizá esa es la verdadera esencia de la Navidad para mí: no los adornos, ni las cenas, ni siquiera el Roscón, sino este permiso para ser testigo de mi propia vida, para aceptar que no todos los años dejan huellas imborrables, y que eso no hace que cada momento deje de ser valioso.
Navidad es todo esto: un rompecabezas de instantes, un mirar atrás añorando la mirada infantil y el vértigo de lo que viene, ese año que se abre como un lienzo en blanco, listo para ser manchado a brochazos como un cuadro de Pollock..
Categorías:Momentos

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