Cuestión de geometría

triangulo

Pocas veces te encuentras con una estrella de Hollywood en un bar de Chueca, a no ser que la estrella de Hollywood en cuestión se llame Viggo Mortensen, viva en Madrid y, aunque americano, sea más castizo que tú. Me pasó una de esas tardes tontas, de las muchas mías. Trajinaba él con la máquina de tabaco; yo me entretenía bebiendo una cerveza mientras esperaba a unos amigos. Le vi después, que salió casi con prisa, supongo que a fumar; yo seguí esperando. No volví a saber de él hasta que, al rato, entró por la puerta con la chupa de cuero y desapareció.

Me enteré por un amigo de que Viggo Mortensen no es de esos tipos que se prodigan mucho por la ciudad; al contrario, es de los que les gusta pasar inadvertidos, desvía la mirada cuando se siente reconocido y no le pidas un selfie porque sale corriendo. A pesar de este carácter suyo, siempre me había parecido un tipo interesante, atractivo en su timidez, hasta que leí que, por su culpa, Ariadna Gil había abandonado a David Trueba para largarse con él. Mi percepción cambió de golpe: menuda desilusión. Empecé a encontrarlo antipático; ya ni siquiera me parecía ni tan rubio ni tan atractivo. Que Christina Rosenvinge dejara a Ray Loriga, un tipo curtido y tatuado, por él, pase; pero que el abandonado fuera David Trueba, tan tierno… eso sí que no. Precisamente David Trueba, que tanto me había hecho disfrutar con sus libros, y tan enamorado estaba de su mujer, y yo de él. Me costaba entender que ahora fuera él quien llorara por las esquinas su desamor, más preocupado por ella, a pesar de la traición, que por sí mismo.

La vida está plagada de historias similares. No hace falta llamarse Trueba, ni Viggo Mortensen, ni medir un metro noventa: los triángulos amorosos forman parte de nuestra vida, de la de todos, aunque seas el mejor escritor del mundo, ya lo están viendo. Lo que me terminó por completo de descolocar fue cuando supe que su buen amigo Javier Cercas se había valido de sus conversaciones íntimas, las mismas en las que Trueba se había desahogado contándole sus penas, para convertirle en uno de los personajes literarios de su última novela. De hecho, relataba en uno de los capítulos cómo Trueba, a pesar del desengaño, se mostraba incapaz de reaccionar, de llamarle sinvergüenza, como hubiera sido lo suyo. Al contrario, se culpaba de casi haber empujado a su mujer a lanzarse a sus brazos. Y lo hacía sin reproches porque, otra cosa no sería, pero en su opinión, Viggo Mortensen, además de un actor estupendo, era un tío cojonudo y estaba convencido de que haría a su ex la más feliz de las mujeres.

Y digo yo… lo peor del asunto no es ya que tu amigo del alma cuente tus miserias al mejor postor. Siempre he pensado que un escritor es como el buen segador: nunca olvida la hoz, ni cuando sirve de paño de lágrimas en los desamores de sus amigos. Lo sé por experiencia y, ante una buena historia, ¿quién se resiste? Lo peor es cuando al que te hace infeliz no le puedes llamar malnacido porque, además, es una bellísima persona y tú eres un caballero o toda una señora; ni tampoco puedes decir nada malo de la que fue tu pareja, porque la sigues queriendo y es la madre de tus hijos.

Esta es la putada, la gran putada: que, al final, en el amor —o mejor dicho, en el desamor— todo se reduzca a una cuestión de geometría y de buenas maneras, hasta los mismos cuernos. Con lo a gusto que se queda uno llamando malnacido a quien te jode la vida, sin matices ni educación, aunque se llame Viggo Mortensen o viva puerta con puerta. Pero no: hay que ser elegante hasta para que te rompan el corazón.

(Publicado en Chöpsuey Fanzine)



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